lunes, 26 de noviembre de 2007

Sublimación



























Si no te tengo no me queda más remedio que tratar de hacer algo (a veces constructivo) con mi deseo. Apago volcanes activos con nieves de tuna y chocolate; hablo sobre la trascendencia y el cine, sobre política, el mal genio de mi vecino y otros profundos temas para desviar la atención.
Hallo cómodas respuestas a incómodas preguntas; finjo cordura; irradio sobriedad; permito que la fuente de un parque me bañe en rocío; entro a la iglesia para –en silencio- fraguar más pecados para el día siguiente; me quedo en casa toda la tarde a ver el futbol; escucho por tercera vez aquel disco de Sabina; comprendo la canción que no entendía de Silvio y escribo, escribo, escribo.
Y llegada la noche, aún con tremendas ansias de cabalgar, elijo el árbol más alto del paraje más oscuro para atar mi caballo que bufa y arde en llamas.







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martes, 20 de noviembre de 2007

Credo



























Creo en el deseo todopoderoso
en la complicidad de dos lenguas entrelazadas
en el juego de las complicidades complementarias

Creo en el insoportable vacío
en la angustia
en el sentimiento de la náusea
en el miedo a ser amado
en la ignorancia de quien pretende amar

Creo en las sábanas manchadas
en la impureza del sudor tras el ansioso coito
en las palabras sucias a la hora del sexo

Creo en ti y en mí
en compartir la saliva y la bilis
la oscuridad y la flor
la cima y el subsuelo




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lunes, 12 de noviembre de 2007

Deseo I





















¿Qué se hace con el deseo?
El deseo es "un potro que vuela ignorando barrancos"*
El deseo es la obsesión profunda del amor
Una explosión de luciérnagas
enmedio de la noche
Una traducción del verbo en carne
carente de sintaxis
La liberación de un santo
apresado en sus hábitos
La afortunada gota que derrama el vaso
La desenfrenada tormenta
sobre un mar desbordado
Abre de par en par el océano mi amor
para navegar con vela de fuego en ti






*(Silvio Rodríguez en Érase que se era")

lunes, 5 de noviembre de 2007

Cofre



Del baúl de textos he rescatado 2 historias escritas en mi juventud; es decir todavía...



ENTRE LO SACRO Y LO PROFANO


...El tipo caminaba en forma apresurada, chasqueando los zapatos sobre la acera repleta de lluvia. Las nubes se deshacían en gruesos goterones. La calle semejaba un melancólico río petrificado; y él, estrujada barca navegando a contracorriente.
Divisó al fin, entre la tormenta, las marquesinas del cinema porno, su tierra prometida, su ermita de oraciones febriles, su paraíso de ángeles concupiscentes... apagados de su ardoroso ensueño con una violenta ráfaga de agua levantada por el automóvil que pasaba rugiendo a orillas de la banqueta. A tal afrenta, el tipo respondió con el único aprendizaje que emergía de su confusa cultura: una mentada de madre...
...La anciana cruzó con dificultoso andar el portal de la iglesia. Sobrepuso, en cruz, dedos pulgar e índice y los acercó a los labios. Se persignó una vez más al pasar frente a la representación material del Cristo crucificado, bajo la cual se extinguían docenas de veladoras. Depositó tres monedas en la alcancía del templo y avanzó rumbo a una banca cuya madera crujió al sentir las rodillas de la senil mujer. Delante del altar mayor, el sacerdote profería verbos que, en el espíritu de aquélla, alcanzaban calidades magnificentes. Sublimaban su naturaleza consumiéndose en hogueras divinas... Sólo el llamado de “paz sea contigo” pudo lograr que interrumpiera su embelesado trance.
El tipo compró un boleto a la obesa expendedora que realizó el trámite mecánicamente, sin mover apenas un músculo del rostro. Abandonó la taquilla y entró agitadamente a la sala, arrebató de la oscuridad una butaca y se aprestó a vivir su particular éxtasis sin dios, su pasión sin virgen, su ascensión sin limbo, mientras en algún rincón de la iglesia, la anciana eternizaba el rezo.
Afuera, seguía lloviendo.





LA CAMA OCHO


Los pasillos del hospital se habían despoblado completamente. El clima artificial se encontraba en reparación, por lo que circulaba un vientecillo cálido y amodorrado. Hace un par de horas, aún se escuchaba el murmullo de los pacientes que, impacientes, esperaban. Ahora, por el rectángulo de la puerta entreabierta del consultorio sólo veía pasar, silenciosa, a la encargada de la limpieza que fregaba los pisos con asombrosa –por dedicada y concienzuda- atención.
Me levanté de la silla tras el escritorio para recargarme sobre el quicio de la puerta, con la esperanza de que llegara algún paciente a curarme del tedio. Miré hacia la derecha y la joven del archivo se aburría en su asiento; tenía la cabeza ladeada apoyada sobre la mano, pegaba la mirada en la puerta del consultorio de enfrente escudriñándola perezosamente para descubrir, por enésima vez, el cartel que invitaba a aplicar las vacunas a los niños; de cuando en cuando, pestañeaba de cansancio; unos metros más adelante, por la puerta de acceso, no circulaba ni un alma.
Miré a la izquierda, a la soledad de las butacas vacías en la sala de espera y a la intendenta que continuaba su trabajo. Sentí un viento helado en la nuca, luego un frío que me caló los huesos e inundó el hospital. Me sorprendió aún más el cambio súbito de expresión de la muchacha que fregaba los pisos, al tiempo en que el trapeador caía de sus manos como si escurriera de ellas. Tenía los ojos desorbitados, la boca muy abierta, gotas de sudor le perlaban el rostro y temblaba sin poder dejar de mirar hacia la puerta de acceso, a mis espaldas. Me atreví a voltear, lentamente, pues mi cuello lo sentía tieso como un trozo de madera vieja. Con su huesuda mano derecha abría la puerta, con la izquierda sujetaba una pulida guadaña y vestía túnica negra con capuchón cubriéndole una faz impenetrable perdida en la penumbra, aquel ser que con voz cavernosa le preguntaba a la pálida y petrificada joven del archivo por el paciente de la cama ocho.



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