Del baúl de textos he rescatado 2 historias escritas en mi juventud; es decir todavía...
ENTRE LO SACRO Y LO PROFANO
...El tipo caminaba en forma apresurada, chasqueando los zapatos sobre la acera repleta de lluvia. Las nubes se deshacían en gruesos goterones. La calle semejaba un melancólico río petrificado; y él, estrujada barca navegando a contracorriente.
Divisó al fin, entre la tormenta, las marquesinas del cinema porno, su tierra prometida, su ermita de oraciones febriles, su paraíso de ángeles concupiscentes... apagados de su ardoroso ensueño con una violenta ráfaga de agua levantada por el automóvil que pasaba rugiendo a orillas de la banqueta. A tal afrenta, el tipo respondió con el único aprendizaje que emergía de su confusa cultura: una mentada de madre...
...La anciana cruzó con dificultoso andar el portal de la iglesia. Sobrepuso, en cruz, dedos pulgar e índice y los acercó a los labios. Se persignó una vez más al pasar frente a la representación material del Cristo crucificado, bajo la cual se extinguían docenas de veladoras. Depositó tres monedas en la alcancía del templo y avanzó rumbo a una banca cuya madera crujió al sentir las rodillas de la senil mujer. Delante del altar mayor, el sacerdote profería verbos que, en el espíritu de aquélla, alcanzaban calidades magnificentes. Sublimaban su naturaleza consumiéndose en hogueras divinas... Sólo el llamado de “paz sea contigo” pudo lograr que interrumpiera su embelesado trance.
El tipo compró un boleto a la obesa expendedora que realizó el trámite mecánicamente, sin mover apenas un músculo del rostro. Abandonó la taquilla y entró agitadamente a la sala, arrebató de la oscuridad una butaca y se aprestó a vivir su particular éxtasis sin dios, su pasión sin virgen, su ascensión sin limbo, mientras en algún rincón de la iglesia, la anciana eternizaba el rezo.
Afuera, seguía lloviendo.
LA CAMA OCHO
Los pasillos del hospital se habían despoblado completamente. El clima artificial se encontraba en reparación, por lo que circulaba un vientecillo cálido y amodorrado. Hace un par de horas, aún se escuchaba el murmullo de los pacientes que, impacientes, esperaban. Ahora, por el rectángulo de la puerta entreabierta del consultorio sólo veía pasar, silenciosa, a la encargada de la limpieza que fregaba los pisos con asombrosa –por dedicada y concienzuda- atención.
Me levanté de la silla tras el escritorio para recargarme sobre el quicio de la puerta, con la esperanza de que llegara algún paciente a curarme del tedio. Miré hacia la derecha y la joven del archivo se aburría en su asiento; tenía la cabeza ladeada apoyada sobre la mano, pegaba la mirada en la puerta del consultorio de enfrente escudriñándola perezosamente para descubrir, por enésima vez, el cartel que invitaba a aplicar las vacunas a los niños; de cuando en cuando, pestañeaba de cansancio; unos metros más adelante, por la puerta de acceso, no circulaba ni un alma.
Miré a la izquierda, a la soledad de las butacas vacías en la sala de espera y a la intendenta que continuaba su trabajo. Sentí un viento helado en la nuca, luego un frío que me caló los huesos e inundó el hospital. Me sorprendió aún más el cambio súbito de expresión de la muchacha que fregaba los pisos, al tiempo en que el trapeador caía de sus manos como si escurriera de ellas. Tenía los ojos desorbitados, la boca muy abierta, gotas de sudor le perlaban el rostro y temblaba sin poder dejar de mirar hacia la puerta de acceso, a mis espaldas. Me atreví a voltear, lentamente, pues mi cuello lo sentía tieso como un trozo de madera vieja. Con su huesuda mano derecha abría la puerta, con la izquierda sujetaba una pulida guadaña y vestía túnica negra con capuchón cubriéndole una faz impenetrable perdida en la penumbra, aquel ser que con voz cavernosa le preguntaba a la pálida y petrificada joven del archivo por el paciente de la cama ocho.
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